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El Brujo
(Cuento)
Había oscurecido y el aire gélido empezaba a circular por las calles polvorientas, parecía que se ocultaba todo tras una nube espesa de humedad y silencio. Se cerraba el consultorio, que aún estaba plagado de aquella atmósfera producida por los vapores emanados del tabaco. Una mesa redonda, cubierta por un mantel rojo sangre, sobre el cual yacía una esfera de cristal; pencas de sábila colgadas por doquier, cuadros de todos los santos, botellas de variados colores, ungüentos, diversidad de plantas y crucifijos hacían parte del ornato del cuarto reducido donde atendía el brujo. Se había quitado el traje, los collares, el turbante y los anillos; se notaba el afán en sus pasos, puso candado a la puerta y salió con una vieja maleta. Mientras caminaba su mente se trasladaba vertiginosamente, tanto que podía ver a Micaela, contemplaba su rostro lozano y se ilusionaba con la alegría de su encuentro. Intempestivamente, una mano se posó en su hombro y una voz entrecortada le suplicaba ayuda.
- Por lo que más quiera, ¡atiéndame!
- Ya es tarde, el domingo vuelvo.
- Por favor, es urgente.
- ¿De qué se trata?
- Es mi hijo, se está muriendo.
El brujo accedió finalmente. Después de pocos minutos llegaron a la vivienda de la mujer y caminaron hasta el interior; era una casa amplia, con corredores anchos y ambiente distinguido. La dama que lo había abordado era doña Raquel Cubillos, sobrepasaba medio siglo, conservaba la gracia de sus mejores años; de tez trigueña y ojos claros como el atardecer. Era viuda, de muy buena situación económica y reputación intachable.
Después de recorrer el pasillo, pasando frente a varias puertas, por fin se abrió una de ellas; en su interior había un lecho de convalecencia; en una cama de grandes dimensiones y sábanas finas, agonizaba un joven pálido, de piel sudorosa, sus ojos parecían hundirse. Arsenio, hijo de doña Raquel, llevaba dormido doce meses, sin que los doctores supieran porqué no podía despertar; consumía lo necesario para subsistir, alimentándose mediante sueros que le administraba una enfermera. Su cuerpo se había hecho lánguido pero se conservaba vivo, el líquido inyectado por sus venas era asimilado por aquel organismo. Sin embargo, en los últimos días era muy notoria la decadencia del enfermo; se tornó más escuálido e inapacible, gemidos delataban su agonía, conmoviendo con lastimero susurrar. Toda Santa María murmuraba que Arsenio estaba “cogido”, por burlar a una joven de familia indígena, estaba bajo algún rezo o artificio mágico.
La madre angustiada, acudió finalmente al brujo para hallar alguna esperanza que pudiera salvar la vida de su único descendiente.
Todos esperaban que el brujo dijera o hiciera algo, mirándose unos a otros se interrogaban sobre lo que sucedería en aquella habitación. Había una ansiedad muda, casi se detuvo la respiración de la viuda y los empleados; cuando la señora pretendía interrumpir el silencio, el brujo levantó la mano derecha, con tal autoridad que negó cualquier oportunidad de preguntarle cosa alguna. Por orden del hombre salieron para que pudiera trabajar. Transcurrieron casi dos horas eternas, mientras la viuda bebía tazas de café que se agotaban rápidamente, sin poder soportar más, se acercó a la puerta queriendo entrar; al instante, una voz la sorprendió, paralizándola momentáneamente.
-Madre…madre…madre.
Se escuchaba levemente desde la habitación.
Conmovida, Raquel incursionó, sobrecogida por la emoción abrazó a Arsenio y sus lágrimas lo bañaron.
- No mueva su cuerpo, está muy débil. Dijo el brujo; cerró la maleta, de la cual había sacado varios frascos pequeños y ordenó darle una gota de cada uno tres veces diarias.
Salía de la casa cuando uno de los sirvientes le entregó un paquete de billetes. El asintó con la cabeza y guardó el dinero en su bolsillo, continuando su marcha; pronto llegó al paradero de los carros de transporte público; frente a un restaurante de techo de paja y bloques de madera como muebles; el olor a carne era penetrante, así que seducido por estómago se acomodó en una mesa, terminó su plato y luego consiguió ser llevado por un camión de carga de madera hasta Puerto Caimán.
- Lo llevo porque me han hablado bien de usted. Hay mucho ladrón disfrazado de médico brujo. Dijo el chofer; el pasajero lo miró volviendo el rostro al frente sin cambiar de actitud.
Siendo conversón empedernido, insistió para entablar charla con el acompañante imprevisto, mas no pudo si no hacer un monólogo sin confirmación o controversia. La vía oscura era un túnel infinito, de sobresaltos y abismos que sorteaba hábilmente el piloto, parafraseando frecuentemente.
A las once de la noche llegaron al caserío. Con un “gracias” y el pago del pasaje se despidió el brujo: fue lo único que pudo oírle decir Braulio.
Siendo muy tarde, se quedó en la habitación de una residencia. Esperando el amanecer, empezó a contar el dinero que había ganado con su oficio; era muy buena suma amasada en el fin de semana. El tiempo era corto mientras hacía planes, imaginaba escenas y se emocionaba; era feliz sólo al pensar estar con ella y complacer sus gustos, que significaban siempre gastos para él. Pasó poco tiempo y el radio de un vecino se oyó de pronto, anunciando en altavoz las seis de la mañana. El huésped se apresuró a salir, dirigiéndose a la plaza; desayunó en una mesa de fritos y luego se sentó en el lugar de siempre a esperarla.
Era medio día y el sol brillaba con fulgor deslumbrante, había soportado un tiempo largo y tortuoso. De repente unas manos delicadas cubrieron sus ojos y supo que por fin había llegado; una risa juguetona se lo confirmó; era Micaela, radiante como el sol, de cabellos oscuros y largos, cuerpo delgado, tez morena y encanto juvenil. Con el coqueteo habitual le dio un beso en la mejilla y se sentó al lado del brujo, este no podía ocultar su alegría, casi infantil. La relación era muy particular, pues ella tenía quince años y la actitud de una mujer de treinta y cinco; por su parte, el pretendiente contaba con cuatro décadas. Se encontraban en el mismo lugar, el mismo día, hacía dos meses, y por extraño que parezca, no habían intimado en lo más mínimo; ella con una dulzura pícara sabía evadir y manejar a su antojo el enamorado, con gracia obtenía todo lo que quería, sin hacer mucho esfuerzo.
El azar había unido a dos seres de manera caprichosa, él obsesionado y ella deseosa de saciar sus deseos de comprar y lucir todo aquello que le gustaba. A pesar de que Apolinar tenía mujer, no era feliz con ella, sólo estaba a su lado esperando el momento para dejarla, y claro, poder ir tras su Micaela.
Al final del día llegaba Apolinar a “La Azarosa ”, finca de incontables matas de plátano, un caño atravesado por un puente de madera, por el cual pasaban hombres y bestias; en medio del sembrado había una casa amplia, rodeada de plantas y flores que adornaban y delataban la mano femenina en el lugar. Su caminar se hacía lento y pesado, semejante al retorno involuntario de quien no consigue liberarse de un yugo pesado. Martina salió a su paso para comunicarle algo importante.
- Patrón, estábamos esperándolo.
- ¿Qué pasó?
- Doña Matilde está inconsolable.
- Pero, dígame, ¿qué ocurrió? Tomándola de los hombros. Martina empezó a llorar.
Apolinar entró a la casa y pudo comprobar que su ambiente era fúnebre. La mujer del brujo había viajado, después de que una razón desde el pueblo la alteró sobremanera; Estella había muerto tras un accidente automovilístico. El bus en el que venía a Puerto Caimán perdió el control y se fue por un abismo, trágicamente de los veinte pasajeros y el conductor, sólo ella fue la víctima mortal.
Apolinar estuvo al lado de Matilde, y fue su paño de lágrimas, a pesar de sus diferencias, él también sentía la pérdida, aún cuando ella no era su hija biológica. En realidad, el brujo postergaba nuevamente su intención de separarse, pues se sumaban varios meses en los que su corazón latía sólo por Micaela.
Los días y las noches transcurrían como las aguas de un río, que corren sin lentitud ni prisa, sólo con el ritmo propio de la fuerza de su andar. Llovía cotidianamente, el caño de la Azarosa crecía y estropeaba la productividad del plantío.
Una tarde, cuando el sol interrumpía el invierno, Apolinar entendió que había llegado el momento de hablar con Matilde.
- No puedo seguir aquí; debemos ponernos de acuerdo y tomar rumbos distintos.
- Es por ella, cierto.
- No importa, yo quiero marcharme.
- Vete, no voy a pedir lo contrario.
- Debemos dividir los bienes, yo he estado contigo por un tiempo largo, me lo merezco.
- Eso es lo que quieres, para malgastarlo con esa vagabunda; pero no será así, no verás un solo peso.
La mujer se obstinó de tal forma que Apolinar desistió de la discusión y las cosas volvieron a la rutina acostumbrada.
El domingo siguiente volvió a Santa María, tan pronto se encontraba abriendo el consultorio, llegó un emisario de doña Raquel. Media hora después Apolinar estaba en la casa de la señora; Raquel le hacía una propuesta interesante. La señora se sentó en la sala donde había esperado algunos minutos el brujo. Luego del saludo formal y frases de rigor social, se dio comienzo al tema álgido.
- Le debo agradecer por su trabajo; mi hijo ha mejorado mucho; pero aún no se levanta de la cama, creo que usted lo curará completamente si se dedica a él.
- No entiendo lo que quiere.
- Es necesario que esté al tanto de la recuperación de Arsenio; por eso voy a pedirle que se instale aquí su consultorio, usted ocupará una habitación cómoda y recibirá alimentación. Usted se ahorrará gastos y estará en un mejor sitio, donde su clientela podrá ser más selecta. Mi muchacho es todo lo que tengo en este pueblo y su salud es lo más importante.
Apolinar dejó para el paciente plantas y pomadas que debían prepararle como baños, bebidas y emplastos; acordó volver el próximo domingo para quedarse allí.
De vuelta a Puerto Caimán, se sentó en el parque a esperar a Micaela; en su banca se acomodó un amigo de hace muchos años y dialogaron amplia y tórridamente; la conversación era amena, pero Apolinar miraba a todos lados si poder ver a la joven. Pasaron las horas, y al fin se acabó la charla se acabó, no así la preocupación del brujo.
Se levantó meditabundo y contrariado, caminó sin rumbo una hora, esperando hallarla entre la gente, tal vez algo le había ocurrido, alguien la había detenido por algún motivo importante… Sin haber otra manera de conocer la razón de su ausencia, Apolinar iría por primera vez a la casa de su enamorada. Preguntó a muchas personas por la dirección de la muchacha, vendedores, visitantes, conocidos y extraños, pero en el parque no obtuvo respuesta. Suponía Apolinar que la joven viviría cerca del caserío de pescadores, así que caminó hacia allá.
Se despedía la tarde y repentinamente empezó a caer una llovizna muy fría, Apolinar deambuló incansable hasta que llegó a una casucha donde le habían dicho que se hallaba, como nunca se había presentado por allí, decidió llamar a uno de los muchachos y pedirle que llamara a Micaela.
- Se fue hace tres días. Le dijo un niño, como respuesta a la inquietud del hombre.
- ¿Para donde?
- Dicen que tal vez se ha marchado para Santa María, ¿por qué pregunta tanto?
- Es que… soy su amigo.
Se marchó confundido, más aún, preocupado con la noticia; prosiguió como caminan los que no saben donde ir, con pasos cortos y tímidos. No fue hasta la Azarosa , en vez de eso, se quedó en la residencia aquella, donde ocasionalmente pernoctaba.
Al día siguiente, muy temprano, se había montado en la escalera de las seis, su desespero lo conducía nuevamente a Santa María, a pocos minutos de empezar el viaje se acercó a él Martina y le hizo entrega de una carta.
Era la primera vez que Matilde le escribía a Apolinar. La carta no era para nada amable o conciliadora, por el contrario, estaba plagada de reclamos y reproches, de un tono enfurecido y amenazante. De todas las frases de aquel escrito, la última resultó ser bastante inquietante: “Todo aquel que abandona y traiciona, su suerte oscurece y pronto perece”.
A pesar de lo intrigante y belicoso de la carta, al brujo sólo le importaba encontrar a Micaela.
Poco antes del medio día llegó a Santa María, fue a casa de doña Raquel, esta se sorprendió mucho al verlo.
-¡Qué sorpresa verlo hoy aquí!, que coincidencia tan conveniente; mi hijo lo necesita mucho.
Arsenio había desmejoradp evidentemente, ya no pronunciaba palabra alguna, sólo miraba con una tristeza inconsolable. Lo paseaban en una silla rodante para que viera paisajes y gente, para que recibiera el sol y sintiera la brisa, pero no se inmutaba de ninguna forma.
-He encargado especialmente a una muchacha para que lo atienda y le hable.
- Lo siento, me gustaría seguir charlando, pero debo hacer una diligencia.
- Y la medicina, le trajo algo a mi hijo.
- Después….
Apolinar salió a buscar a Micaela. Doña Raquel quedó perpleja y notablemente disgustada.
Cerca de las diez de la noche, llegó el brujo, no pudo averiguar nada, su búsqueda fue infructuosa.
Al día siguiente el brujo de disponía a ver su paciente y al ingresar a la habitación de Arsenio quedó anonadado; quien cuidaba al enfermo era Micaela; lucía tan bella, distinta y entregada a su trabajo que no notó la presencia de Apolinar. Cuando pretendía hablarle a la muchacha, irrumpió con un “buenos días” doña Raquel, la joven se retiró con humildad. El brujo prefirió ser prudente y atendió a Arsenio, dándole más frascos y haciendo quema de inciensos.
Pasaron los días, y Apolinar no conseguía oportunidad para hablar con Micaela, aún era más inexplicable el hecho de que ella no pareciera reconocerlo y no hacía ningún esfuerzo por contarle lo sucedido.
El brujo estaba amargado, totalmente contrariado, no quería que doña Raquel supiera lo que ocurría. Lo peor de todo era que moría de celos por el tiempo que pasaba Micaela junto a Arsenio, quien había vuelto a hablar, sobre todo con ella. No era posible que a quien quería y por quien había cambiado su vida, ahora lo ignorara y prefiriera pasar el tiempo con otra persona.
Pasó todo un largo mes, y sin poder soportar más, Apolinar confrontó a Micaela, entrando intempestivamente a su cuarto.
- ¿Qué hace aquí?
- ¿Por qué no me hablas, por qué te fuiste de Puerto Caimán?
- ¿Por qué me pregunta todo esto?
- Responde
- Salga, por favor…
De repente aparece doña Raquel.
-¿Qué sucede?
-No sé. Dijo la joven.
- Sólo quería preguntarle por Arsenio. Respondió Apolinar.
- Mejor hablen mañana, y en otra parte.
Micaela y Arsenio se entendían muy bien, pasaban horas interminables conversando, jugando o en completo silencio, incluso con el beneplácito de doña Raquel, dentro del cuarto del enfermo. Pronto los jóvenes se hicieron novios. Eso fue el detonante para Apolinar, sucumbió de celos y rabia; tendría que hacer algo para recuperar el amor de su Micaela; fue así que pensó que si Arsenio era lo que lo separaba de ella, sería conveniente que ese obstáculo desapareciera.
La salud de Arsenio empezó a deteriorarse pocos días después, a pesar de los brebajes, baños, riegos y demás preparados por el brujo para aliviarlo. Arsenio espiró un sábado antes de semana santa. Después del sepelio, Apolinar pensó acercarse a Micaela y recuperarla; pero para su sorpresa, ella se marchó a escondidas, sin dar razón o informarle a alguien. El brujo la volvió a perder, y esta vez para siempre.
El brujo siguió atendiendo en la residencia de doña Raquel, después de un tiempo, también enfermó y finalmente murió.
Se dice que doña Raquel, desde la muerte de Arsenio, ordenó que a Apolinar le sirvieran junto con la comida parte de los brebajes que él le había recetado a su hijo.
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