El Ataúd
En aquel lugar se esparcía el llanto, nadie podía creer lo ocurrido y mucho menos entender cómo Crecencio había muerto, él, que al salir el sol había emprendido la acostumbrada faena, machete en mano y con su habitual coleto gastado, la cantimplora, su saco y la sarapa que le preparó con cariño María, no auguraba tan trágico destino. Dicen los que lo encontraron que jamás vieron algo parecido, su cadáver era terrible, sus ojos estaban blancos, la piel tostada, sin ropa; pero lo más sorprendente era que el pecho estaba abierto, mas no había nada dentro.
Comentarios diversos intentaban hallar respuesta o explicación a lo ocurrido. Muchos decían que una fuerza maligna estaría detrás todo esto, la gente murmuraba que Crecencio no era un hombre piadoso, no le gustaba ir a misa y mucho menos participar de sacramento alguno, es más, otros afirman que él andaba en tratos oscuros. Mientras estuvo en este mundo, no se relacionó con creyentes, cristianos o no; realmente le llamaba la atención todo lo que fuera cercano a las prácticas ocultas, adivinaciones y ritos extraños.
Crecencio nació en la pobreza total, quedó huérfano desde muy pequeño, tuvo que defenderse sólo y afrontar necesidades sumamente difíciles; por lo cual fue mandadero, mendigo y hasta ladronzuelo para sobrevivir.
Al pasar el tiempo, Crecencio llegó a ser un hombre trabajador, luego se enamoró perdidamente de una bella mujer y empezó una vida de progreso, de modo extraño, se transformó su vida, de pronto, tuvo propiedades, ganado, dinero y toda una riqueza sospechosamente desbordante. Pero su riqueza acabó al poco tiempo de nacer Enrique, su primogénito, y el segundo hijo de María, pero el único vivo, Cervandito desapareció, no se sabe como, después de ir con Crecencio de cacería a los montes de la Sierra.
Noche de tormenta insoportable la de aquel viernes de octubre, muy temprano se oscureció todo y Crecencio y su hijastro no llegaban, no fue sino hasta la una de la madrugada que regresó el padrastro solo y con las manos vacías.
El llanto de María anunció la tragedia a los vecinos, cuentan que perros salvajes habrían devorado a Cervandito después de perderse al desobedecer al padrastro. Nunca se encontró ningún rastro de su cadáver.
Las penurias se convirtieron en los últimos años en el pan diario, se perdió la mayoría de bienes atendiendo enfermedades y accidentes e incluso pleitos.
Después de ser patrón, Crecencio no quiso humillarse como peón, así que como era buen cazador decidió vivir de lo que antes fue su hobbie. Se marchaba muy temprano y volvía en las tardes. Cierto día se llevó a Enrique, a sus diez años, María le había insistido en que no lo llevara; en su corazón lamentaba la muerte de Cervandito, y no resistiría la idea de que ocurriera algo parecido. El niño estaba muy contento, se sentía orgulloso de seguir los pasos de su padre. Mientras Crecencio llevaba su vieja escopeta, el infante hacía lo propio con la cantimplora. María los vio alejarse en el camino todavía oscuro y profundo, su temor crecía con sus pasos.
A las seis de la tarde, cuando las gallinas se escondían se escuchó la noticia, el revuelo fue grande, un avispero parecía la gente indagando, perturbados, aturdidos y llorosos.
Cuando el cuerpo yerto fue traído, aumentó el dolor, un olor intenso de azufre cubrió el poblado; pasaron algunas horas y entre el llanto y la locura, María abandonó este mundo, se desvaneció en el desconsuelo, Crecencio muerto y Enrique perdido, su aliento falleció de tanto dolor.
Se avisó desde Monomacho hasta Montería la terrible tragedia, y un pariente lejano de Crecencio pidió enviar su cuerpo a la capital; con gran esfuerzo se armó una caja rectangular con unas tablas viejas que Epifanio donó. Con una colecta juntaron unos pesos para enviar el muerto en el capacete de un carro tipo uaz.
La trocha estaba muy acabada por el invierno, entre charcos y barriales el viaje fue una tortura. Poco antes de llegar a Pueblo Bello, otro carro proveniente de Montería los detuvo, llevaba un ataúd de fábrica, un poco suntuoso, de buena presencia; fue así que bajaron el muerto, y en medio de una lluvia leve hicieron el traspaso, dejando aquella caja vieja en un costado de la carretera. A toda prisa arrancó el carro, llegando a las diez de la noche a Montería, sin embargo el muerto no llegó, un extraño misterio impidió que Crecencio permaneciera en el féretro, estaba intacto, sin huellas de caída o maltrato. En la terminal todos estaban perplejos, anonadados; se armó una discusión babélica y el caos fue notable, nadie pudo explicar aquello. Lo único cierto es que desde entonces, todos cuentan que en aquel lugar donde cambiaron al muerto de ataúd, todas las noches, de diez a doce, se ve a dos hombres llevar una vieja caja de madera con tres cadáveres dentro.
Fin
Excelente uso de los blog para socializar y compartir anécdotas e intereses con sus estudiantes y colegas. Lo felicito!
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